Este artículo inaugura la serie “Radiografía de un Estado a la deriva”, una reflexión crítica sobre el desgaste institucional de la República Dominicana. No se trata solo de denunciar disfunciones, sino de examinar con lucidez el extravío de una república que ha perdido el sentido del orden, la vocación del servicio y el vínculo con sus ciudadanos.
A lo largo de esta serie se explorarán los signos visibles del deterioro democrático, la expansión sin control del aparato estatal, la captura del poder por intereses particulares, y la urgente necesidad de una reconstrucción ética, funcional y profundamente dominicana.
Una democracia no se mide por el número de elecciones que celebra, sino por la calidad de sus instituciones, la independencia de sus poderes y la participación activa de sus ciudadanos en los destinos comunes. En la República Dominicana, la democracia existe, pero se tambalea. Sobrevive —con dificultad— bajo la sombra de intereses económicos desmedidos, grupos de presión disfrazados de sociedad civil y una clase política que ha convertido el aparato estatal en herramienta de acumulación personal y partidaria.
Un Estado democrático y pluralista no puede ser simplemente un marco formal con urnas cada cuatro años. Debe ser una estructura viva, vibrante, capaz de canalizar las múltiples voces de la ciudadanía sin caer en el caos del populismo ni en la tiranía de las minorías. La democracia dominicana, hoy por hoy, es débil y abusada; se utiliza como escudo retórico mientras se toman decisiones que no responden a la voluntad general, sino a los intereses particulares de élites políticas, empresariales e incluso criminales que operan con impunidad.
El politólogo Robert Dahl sostenía que una democracia auténtica requiere una competencia real entre proyectos e intereses diversos dentro de un marco institucional fuerte – Polyarchy: Participation and Opposition” (1971). En nuestro caso, la pluralidad está secuestrada: no porque no existan voces diversas, sino porque no se les permite incidir. Escuchar a todos no significa complacer a todos, el límite del pluralismo no está en silenciar al otro, sino en saber que la toma de decisiones debe orientarse al bien común. La mayoría debe ser respetada, pero no manipulada; la minoría debe ser protegida, pero no hegemonizada.
La filósofa Judith Shklar advertía que el liberalismo democrático no se basa en una utopía positiva, sino en la prevención del daño: su principal objetivo es evitar la crueldad, la arbitrariedad, el abuso – The Liberalism of Fear” (1989). Un Estado verdaderamente democrático no es el que se precia de tolerancia en el discurso, sino el que impide activamente que unos pocos puedan dominar a los muchos, ya sea por vía legal, económica o simbólica.
Más aún, lo republicano ha sido vaciado de contenido. El pueblo no sabe lo que significa “república”. Y no porque carezca de inteligencia, sino porque ha sido deliberadamente deseducado para no entenderlo. La idea de un gobierno al servicio del bien común, donde la ley esté por encima de los hombres, ha sido sustituida por la cultura del poder sin ley, del partido por encima de la patria, del interés privado como política de Estado y de la justicia al servicio del chantaje y la venganza.
La teórica Chantal Mouffe, en su obra The Democratic Paradox” (2000) y otros textos, defiende que la democracia no debe suprimir el conflicto, sino encauzarlo. La confrontación de ideas y proyectos es legítima siempre que se dé dentro de un marco de respeto mutuo. El problema en nuestro país no es la diferencia de ideas, sino la ausencia de marcos institucionales que canalicen ese desacuerdo de manera productiva. En su lugar, lo que se impone es la cancelación del diálogo real y la simulación de consensos vacíos.
La debilidad institucional es un cáncer y sus metástasis alcanzan todos los órganos vitales de nuestra república: la justicia, el Congreso, la administración pública, los organismos de control, los partidos, y hasta la conciencia colectiva. Como advertía Arend Lijphart, para que una democracia plural funcione, es indispensable contar con instituciones fuertes que permitan el consenso y la colaboración – Democracy in Plural Societies” (1977). Pero aquí, las instituciones no generan acuerdos: generan frustración, burocracia y cinismo.
El pueblo dominicano ya no es protagonista: es un espectador que solo aparece cuando se le convoca al teatro electoral. Se le ha enseñado a callar, a resignarse, a desconfiar de lo público y a sobrevivir a base de favores y dádivas, como si el Estado fuera un benefactor ocasional y no una maquinaria al servicio de todos. La educación cívica ha sido sistemáticamente abandonada, y con ella, la posibilidad de construir una ciudadanía activa, crítica y orgullosa de su pertenencia nacional. Recuperarla es fundamental, no para adoctrinar, sino para formar ciudadanos que amen lo suyo y defiendan el interés común sin caer en el fanatismo.
Libertad y orden no son enemigos: son aliados inseparables. No hay libertad en el desorden, ni democracia en la anarquía. Solo un Estado organizado, predecible, coherente y justo puede garantizar que las libertades individuales florezcan sin convertirse en privilegios de unos pocos.
En síntesis, la democracia que necesitamos no es solo electoral, sino funcional; no es solo plural, sino racional; no es solo legal, sino legítima. Y la república que debemos reconstruir debe tener el alma del orden, la fuerza del deber y el compromiso inquebrantable con la dignidad de sus ciudadanos.