sábado, mayo 4, 2024

La libertad de expresión en cuidados intensivos

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Mario Emilio Guerra Troncoso fue muchas cosas: Un tremendo orador que hacía de cualquier glorieta una tribuna, un periodista intrépido que lanzaba cañonazos apuntando a las siete cabezas de la corrupción y un patriota de vocación y convicción. Era una especie de barril repleto de gasolina que solo necesitaba de una mínima chispa para arder con una fuerza única. Desde el corazón del pueblo tronaba como un dragón contra el abuso de poder, la corrupción y sobre todo en contra de las vejaciones a los derechos humanos más básicos.

Durante el gobierno de Horacio Vásquez (1924-1930), combatió con dureza el caciquismo y pregonó con vívido entusiasmo sus aspiraciones de una República Dominicana más justa, libre, democrática y civilizada. Cuando Rafael Leonidas Trujillo Molina ascendió al poder, Mario vio truncadas sus ideas y se dispuso a hacer su acto final: se levantó como un gigante de entre las entrañas del pueblo para enfrentar con coraje, hombría y tenacidad al recién nacido dictador. Más que un dolor de cabeza, fue una auténtica migraña para el régimen, que muchas veces ordenaba la compra de todos los ejemplares de “El Diario” de Santiago para evitar la circulación de su columna.

Cuando el Senador Desiderio Arias decidió “treparse” en los Cerros de Gurabo en 1931 en una acción bélica, heroica y patriótica en contra del déspota, se justificó mediante el llamado “Manifiesto de Mao”, compuesto y tirado personalmente por Mario Guerra en “El Diario” de Santiago, periódico que a la sazón él dirigía. Esto no fue suficiente para él, por lo que esa misma noche decidió salir a repartir el manifiesto en el parque principal de Santiago. Quien lo recibía, inmediatamente lo tiraba al suelo y salía corriendo hacia su casa; fue su sentencia de muerte.

Mario Guerra hedía a muerte mucho antes de que Trujillo se instalara en “el carguito”; su actitud, personalidad, trabajo, entereza, coraje y verticalidad lo hacían incompatible con el status quo. Ultrajado, aplastado y acabado, fue secuestrado y muerto a garrotazos en 1944; su cuerpo nunca fue encontrado, y su muerte marcó duramente a toda una generación de pensadores autodidactas.

Tres generaciones y setenta y nueve años después, me encuentro escribiendo este artículo en una República Dominicana con apenas sutiles diferencias, en cuanto a la libertad de expresión se refiere, de la que dejó mi bisabuelo cuando murió. En teoría, ahora se puede hablar libremente sin que me maten a garrotazos, pero en la práctica, la realidad es que mis contemporáneos están igualmente silenciados.

Silenciados por una sociedad que mira con malos ojos al joven que incursiona en la política, que lo desalienta y persuade a tomar otro rumbo más sumiso, como tantas veces me ha sucedido a mí; silenciados por el temor a una muerte económica súbita, porque el Estado es el mayor empleador y si un joven decide alzar la voz para denunciar algún tipo de abuso, existe el temor tangible de que un funcionario público de tercera categoría decida “botar” a su madre, su padre, una tía, un primo u algún otro familiar que devengue un salario miserable (pero a la vez privilegiado) a cambio de un trabajo honesto, como consecuencia de su “loquera”.

Silenciados también por el status quo impuesto por una serie de payasos que viven del “cuento” en redes sociales. Nadie sabe quiénes son, de dónde vienen ni cuándo surgieron; no tienen ningún tipo de experiencia o preparación académica especializada (muchas veces ninguna en lo absoluto), pero hablan de psicología, psiquiatría, bienestar y nutrición con una ligereza sorprendente. Son referentes de lo que está de “moda” y se encargan de marcar tendencias. Hay toda una generación que cree ciegamente a sus pies y aspira a ser como ellos.

Su función no es tan banal y vacía como pudiera parecer: son los encargados de “limpiar y enaltecer” la imagen de los políticos a cambio de cuantiosas sumas de dinero procedentes del erario público. Al mismo tiempo, son contratados por marcas privadas, quienes trazan pautas y diseñan a medida personajes que sean afines a su público objetivo, en la mayoría de ocasiones con una serie de requisitos impresionante que incluye lo que pueden decir, hacer e incluso controlan cuándo y cómo pueden hablar sobre un tema determinado.

¿Podrán otros jóvenes como yo atreverse a romper ese silencio?

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Este escrito es en memoria de Juan Emilio Andújar Matos, Plinio Díaz Vargas, Domingo Disla Florentino, Gregorio “Goyito” García Castro, Vicente Normando “Azabache” García Reyes, Narciso “Narcisazo” González Medina, Newton González Montes de Oca, Facundo Labata Ramírez, Johnny Martínez San Cristóbal, Luis Orlando Martínez Howley, Blas Olivo Santana, José Enrique Piera Puig, Abraham “Guiguí” Rodríguez, Napoleón Rojas Vicioso, José Agustín “Gajo” Silvestre De Los Santos, Juan Carlos Vásquez, Marcelino “Papolo” Vega Peguero, todos los periodistas y dominicanos muertos por alzar su voz en contra de la corrupción, el narcotráfico, la delincuencia, los abusos de poder, el contubernio y muy especialmente en memoria de mi bisabuelo Mario Emilio Guerra Troncoso.

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Nota al margen: A propósito del escándalo en la Oficina Gubernamental de Tecnologías de la Información y Comunicación (OGTIC) donde su titular Bartolomé Pujals Suárez suscribió un muy cuestionable contrato con Darío Alexander Soriano Hernández, reconocido influenciador en la red social X, me planteo la siguiente pregunta: ¿Perdimos?

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